No se hallaba lugar, ni hogares ni palacios. La noche espesa apenas dejaba ver a la lejanía una luz tenue y débil. Al borde de lo olvidado y lo menospreciado, se encontraba lo que parecía ser una posada.
No era el mejor lugar para una recepción, mucho menos para una estadía. Estaba descuidado y maltratado, sucio y en pedazos, un poco frío y muy incómodo. Pero a pesar de no ser apto; estaba disponible, y más que disponible dispuesto. Aunque indigno, este le abrió sus puertas a quién cambiaría esa noche y hasta la historia.
Sin saber qué es lo que iba a suceder, la posada aceptaría la solicitud, sin imaginarse que aquella noche en ella se construiría un hogar. A medida que pasaban las horas, lo que antes era frío ahora irradiaba un calor acogedor, lo que antes estaba vacío ahora se sentía pleno y lo que estaba roto y maltratado sería hecho nuevo. Pronto lo que había sido menospreciado, se convirtió en el centro de un acontecimiento que llamaría la atención de todos alrededor.
Imposible de esconderse, aquella posada comenzó a coronarse de estrellas que iluminaban el entorno y a revestirse de un ambiente de celebración. Acogió a visitantes de todas partes con ofrendas y con obsequios; desde piedras preciosas hasta un viejo pero extraordinario tambor; suficiente para levantar un canto más que agradable que anunciaba las buenas nuevas.
Y lo que había iniciado como una noche apresada por tinieblas, se transformó en un entorno donde predominaba el amor y reinaba la paz. Porque del cielo había descendido un regalo, envuelto en pañales en lugar de listones. Cuya cabeza con finos cabellos se había dejado la corona en el cielo. Y de cuya boca nacían risas de vida.
De lo alto descendió un salvador en piel inocente e indefensa cual cordero. Un rey adorado por pastores y campesinos, aquella noche divina en una posada convertida en palacio. Y al fondo de aquel mesón, entre la multitud, podía observarse cómo el amor descansaba en un pesebre.
“¿Me dejas nacer en tu corazón-pesebre?”