Entre mis manos descansaba un simple dinosaurio de peluche. Simple porque era de tela, estaba hecho a mano y era suave, muy suave. Era simple porque con solo un vistazo eso era todo lo que se podía ver pero a medida que lo examinaba con mis dedos, este comenzaba a verse distinto. Era un simple dinosaurio de peluche que descansaba entre mis manos, pero a su vez no era tan simple como lo imaginé en un principio.
No era tan simple porque entre sus hilos se tejían mil recuerdos, su suavidad era como la de un abrazo de aquellos que son capaces de calmar el llanto de un niño asustado y de su pequeño tamaño sobresalía un sentimiento de ternura como cuando se admira una flor. No era tan simple porque en su interior no contenía solo felpa, sino mi inocencia. Envuelto entre su tela se encontraba mi niñez, un sin fin de recuerdos tanto felices como tristes y entrañables. No era consciente de que entre mis manos tenía a aquel niño que lucía todo el tiempo una brillante sonrisa a la que le faltaban un par de dientes de leche. Que en ese momento sujetaba un centenar de risas ruidosas pero melódicas, que componían gozo. Y entre más sujetaba a ese no tan simple dinosaurio de peluche, menos quería soltarlo; y más quería continuar el viaje por los recuerdos de aquel niño alegre.
Sin duda el sujetar aquel objeto me llevó a iniciar un viaje por recuerdos empolvados y descuidados, como la piel del peluche del que me maravillaba. Los recuerdos que invadían mi mente eran felices y alegres pero también con un toque de melancolía. Felices, como aquellos viajes en automóvil junto a un compañero abrazable que recortaba las carreteras y que provocaba más alegría del recorrido que del destino. Recuerdos agradables, como aquellas noches en las que tener cerca a un peluche era suficiente para sentirse protegido. Pero ¿protegido de que? Protegido de la espesa oscuridad, de la soledad en medio de mi cama o del gélido ambiente después de la hora de dormir. Pero también un peluche como ese fue protagonista de uno de los recuerdos más llenos de lágrimas y tristeza de mi vida; un problema que a los ojos de un adulto era algo sin importancia, pero para un niño significaba el fin del mundo. Una nada agradable tarde, reposé a un entrañable amigo sobre el balcón de mi casa; no sabía que esa sería la última tarde que compartimos juntos. Me volteé un segundo, un segundo nada más – desearía poder borrar ese segundo de mi historia – pero cuando regresé, aquella suavidad y ternura envueltas en forma de reno de felpa, habían desaparecido, desaparecido para siempre; y con este, una parte de mi infancia que por más que trate, nunca regresará.
Es curioso, porque cuando tomé aquel peluche, en mi mente inició un viaje repleto de recuerdos. Pero cuando lo solté, este viaje no acabó. El sostener aquel no tan simple dinosaurio de peluche entre mis manos solo me devolvió una pequeña parte de algo a lo que me había desapegado hace mucho tiempo. Algo de lo cual no era consciente, me había abandonado sin dejar huella. Algo que creí que era necesario dejar atrás para poder seguir avanzando en esta ruta a la que llamamos vida.
Sin embargo este reencuentro me devolvió la visión que había sido nublada por “madurez”. Me quitó el bozal que me impedía emitir risas por los motivos más absurdos. Pero de entre todo lo que recuperé en aquella instancia, lo que más valoro haber recuperado fue una capacidad que hoy en día está atada al suelo. Una capacidad que es vista con desprecio por aquellos que se hacen llamar “experimentados”. Una capacidad que pareciera que entre más décadas se suman a la edad, más distancia buscamos establecer de nosotros. Aquel breve momento me devolvió la capacidad de imaginar, de soñar y de despegar en vuelo con mi mente. Una ocasión efímera fue suficiente para darme de nuevo el arte de convertir la rama de un árbol en una espada, de construir con un sillón y sus cojines las murallas de una fortaleza impenetrable o de transformar un cielo nuboso en un zoológico lleno de vida.
Necesitamos tener encuentros como este. Momentos en los que volvamos a la época en donde no importaba el tipo de zapato que cubrían nuestros pies, siempre cuando estos tuvieran lucecitas en la suela. Necesitamos conectar con esa personita que lleva años olvidada en nuestro interior y tener una conversación en donde discutamos sobre sombreros o elefantes. Porque solo de esta forma podremos despegar nuestros pies del suelo, atados por aquello que llamamos “realismo”. Porque solo así seremos capaces de convertirnos en la figura cúspide de la humanidad, el soñador.
En mis manos descansaba un no tan simple dinosaurio de peluche. No tan simple porque en realidad lo que yacía en mis palmas era un tesoro que no podía permitir que se siguiera escurriendo entre mis dedos. Porque sostenía mi infancia entre mis manos.