Esto no es un cuento, tampoco una fábula, es una pesadilla. Una pesadilla basada en la perfección y la igualdad, ambientada en un mundo sin errores ni enfermedades; pero sobre todo… sin la existencia de la libertad.
Desperté como de costumbre, como todos los días desde que tengo memoria; sin siquiera saber cuál era la fuerza que dominaba mi cuerpo y me obligaba a dejar la impecable pero incómoda cama.
Esa mañana, como ya era hábito desde hacía varias semanas, sentí una incomodidad, como si la cabeza me pesara como el hierro; pesadez que disminuía conforme avanzaba la mañana, y que volvía cada noche al reposar la cabeza sobre la almohada.
Me
alisté para trabajar, un uniforme impecable aunque molesto, no por la tela o la
talla – pues estaba echo a la medida – sino por el sentimiento que me provocaba
– aunque no puedo describir cual –. Supongo que es algo sin importancia, pues a
nadie parecía molestarle usar el uniforme, hasta podría decirse que lo portaban
con orgullo. Todos usábamos uniforme. Todos trabajábamos en lo mismo.
Trabajábamos para cumplir una tarea con la que estábamos en perfecta sintonía.
Por las calles todo parecía distinto, los rayos del cielo parecían iluminar los cuerpos de los ciudadanos que transitaban. Cada quien sabía a donde tenía que ir, que tenía que hacer y de que debía no desviarse; pareciese como si todos estuviésemos siendo dirigidos por una fuerza sobrenatural. ¿Fuerza sobrenatural? Eso suena a las historias que los niños usan para distraerse del dolor. ¿Cuándo tendremos una niñez que se dedique a lo que es importante y no a ilusiones solaces?
Es curioso como de niños todos asistíamos sin falta a la escuela, sin la necesidad de alguien que nos lo indicara. Nadie nunca conocía a sus progenitores, nadie estaba vinculado a nadie y el único trato que existía era entre camaradas de trabajo. Cada quien vivía en soledad, en soledad acompañada de camaradas.
Casi llego al edificio asignado para trabajar, pero últimamente sosiego el paso antes de llegar para contemplar una construcción al lado. Es un edificio sin ocupar, amplio y hueco por dentro, en el que la más tenue conversación se convertiría en un coro resonante.
Crucé el amplio marco de la puerta del edificio de trabajo, para dirigirme a la computadora que marcaría mi acceso. Coloqué mi gafete sobre el escáner, y en la pantalla se confirmó mi identidad: “1209020518200104”, asentí con la cabeza – como si alguien me estuviera mirando – para confirmar que ese era mi nombre. A cada quien se le asignaba un correlativo al nacer para distinguirlo del resto. Identificación que servía de muy poco o más bien para nada, pues era difícil diferenciar con quien estabas hablando. A pesar de no ser idénticos al resto, no había mayor diferencia entre tú y un camarada – a veces pienso que todos somos el mismo ser –. El nombre y el rostro eran meramente decorativos.
Luego de subir por el interminable ascensor, me dirigí a la mesa de trabajo, 19-84, era el número que tenía tallado en ella. No conocía nada de cómo se comportaban los camaradas que me acompañaban, pues nadie se desviaba de lo que había que hacer, la labor. Hablábamos para llevar a cabo nuestra labor, de esa manera nos comunicábamos y registrábamos lo que había que hacer; no había otra manera, y aunque la hubiera – de plasmar la información, en otra superficie que no fuera la corteza cerebral –, de seguro sería tachada como símbolo de blasfemia.
Finalmente había caído la tarde, y ya debíamos retirarnos, cada quien al hogar. Antes de partir, me paré a contemplar de nuevo aquella construcción peculiar de al lado. Sentía como si adentro hubiese algo que me atraía, pero a diferencia de como en todas las actividades en mi vida, no sentía como si se me forzara a avanzar; simplemente, quería entrar. Quería averiguar que se hallaba en su interior, aunque supongo que no debería.
Camino al hogar comencé a sentir una extraña sensación dentro de la cabeza. Pero, ¿Qué podría ser? Si aquel malestar solo se hacía presente mientras dormía. ¿Había sido por la construcción? ¿Por pararme a contemplar la vasta oscuridad de su interior? Con cada paso que daba, el malestar acrecentaba; y con ello sentía la cabeza más y más pesada, como si estuviese soportando el peso del cuerpo con la sien.
Por fin había llegado al hogar. Atravesé el marco de la puerta con la esperanza de que el dolor desapareciera; o que al menos fuera asfixiado por las paredes angostas y la espesa humedad.
Ya era tarde, debía reposar la cabeza sobre la almohada para despertar en el siguiente día. Ni siquiera me despojé del uniforme, pues la pesadez de la cabeza me obligó a desplomarme sobre la cama. Ya estaba recostado, ya solo debía cerrar los ojos y sería un nuevo día; si es que los días tuvieran algo nuevo que ofrecer. Estaba con la vista hacía el techo, respire profundamente y se me cerraron los ojos.
Algo no estaba bien, no estaba bien conmigo, la cabeza me pesaba más que nunca y ahora sentía como si adentro se me formara un globo cada vez más grande.
Algo no estaba bien, no estaba bien con la habitación en la que pasaba mis días. Lo tenía todo, todo lo necesario; no ocupaba nada más y nada menos. Pero qué diferencia había entre permanecer adentro y moverme por las calles. Si en todos lados sentía como las paredes aun me asfixiaban. La seguridad me asfixia, la igualdad me asfixia, la perfección de este mundo me asfixia.
Algo no estaba bien, no estaba bien con nuestras vidas. Todos los días se resumían en la misma rutina, sin desvíos ni novedades. Despertábamos para trabajar, vivíamos para contribuir, existíamos para cumplir con el deber colectivo. Dependíamos uno del otro, pero no como una mano amiga, sino como si tuviéramos los pies atados con cadenas y fuésemos forzados a andar. Andar hacía un mismo fin, fin con el que todos estábamos coordinadamente de acuerdo; de acuerdo pues no existía la opción de disentir. El solo pensar en algo más que nuestro deber social sería una blasfemia. Blasfemia pues ¿Cómo se podría abandonar a los camaradas en su labor? ¿Cómo se podría desempeñar una labor por sí mismo?
Algo no estaba bien, en definitiva algo estaba mal.
De pronto y cual estrella que se desprende del cielo, algo se paseó en mi cabeza, una idea, una epifanía de la cual dependía el resto de mi existencia. Mi nombre antes era un número – 1209020518200104 –. Yo no soy un número, mi nombre es… Libertad y quiero ser libre.