En un pequeño taller alejado de todos y de todo, me encontré con mi maestro, un viejo pero perspicaz orfebre; capaz de detectar hasta la más mínima impureza de cualquier metal y descartar hasta el más convincente mineral. Yo por otro lado, era apenas un entusiasta pero inexperto aprendiz del arte del orfebre, la detección de las impurezas del oro y el descarte de cristales por diamantes.
En cierta ocasión mi maestro dejaría el taller a su suerte y a la mía, sabía que habría de regresar, y que probablemente esta sería mi oportunidad impaciente de comprobar mi juicio y mi valía como aprendiz. Mi maestro había dejado todos sus manuales y cuadernos a plena vista, como señal sutil de que era mi prioridad leerlos antes de comenzar cualquier acción precipitada.
Sin embargo y entre aquel montón de páginas empolvadas y obsoletas, se encontraba un pequeño haz de luz que destacaba por su brillo por sobre cualquier pepita o lingote antes visto. Reflejaba el cielo y sus destellos, pero al sostenerlo entre las yemas de los dedos se llenaba de huellas y manchas. Pero era tan perfecto que no pareció importarme. Aquel trozo perfectamente diseñado por sus finos cortes parecía haber confirmado mi habilidad de orfebrería, en ese momento dejé de ser el aspirante a haber encontrado un trozo de sol hecho joya. Y con ello, estaba convencido de haber identificado sin sombra de duda que aquel destello era oro.
Parece que fue el tiempo de mi fascinación lo que lo convirtió en especial, pero entre más lo sujetaba y lo veía más óxido revestía sus laterales, más grietas parecían germinar desde su núcleo y el decolor que desvanecía la apariencia de sol. Ensordecí a todos los consejos y enseñanzas de mi maestro que parecían venir a mi mente a confirmar mi pecado por mi juicio apresurado en cuanto a la veracidad de aquel material.
No era ciego, simplemente elegí ver más de lo que existía y negar lo que era evidente. Olvidé que mi profesión era la de un orfebre y no la de un alquimista. Y en un último intento de desesperación e inocencia, decidí someterlo a prueba con lo que ni el material más fuerte puede resistir, salvo que su pureza lo mantenga unido en una sola pieza: el fuego.
Tenía la esperanza que el crisol y sus llamas consumieran no más que mis dudas y confirmar mi decisión, sin embargo, y frente a mi, presencie como aquel centelleo que tanto me cautivó se consumía en nada más que cenizas y polvo de hollín.
El oro nunca falla, sino el ojo con el que se juzga el que, nublado por la ingenuidad y el deseo, se convence de que el primer chispazo es el beso de una estrella. Volví a ser el aprendiz ahora con más lecciones que recuerdos.
Pero en mí persistía la pregunta sin aparente respuesta. Y si hasta los orfebres confunden la pirita con el oro… ¿Qué esperanza tendrá el corazón joven e ingenuo para descifrar la verdadera pureza del amor?