Te conozco desde hace poco más de un año – desde y hasta poco más de un año –. Pasamos por mucho y por tan poco, interminables tardes y cortos encuentros; todo concluido en fisuras. Los pasillos ya no escuchan nuestros nombres, ya no sienten nuestros abrazos, ya se olvidaron de nuestra silueta. Ahora, me obsequias no más que tu silencio, tu indiferencia y tu distancia.
Me pides que te trate con amnesia, pero no como un acuerdo, solo esperabas que lo hiciera. Me pides que me quede únicamente con los recuerdos de hasta ayer, aunque pareciera que dejaste caer los tuyos hace tiempo. Pareciera que no tuviste fricción en desapegarte de mi imagen, en olvidar mi nombre y mi amistad.
Me pides que cambie la forma de verte. De escasos minutos convertidos en eterna conversación, al comportamiento de un flash que desaparece a la misma velocidad a la que se enciende.
Me pides que cambie la dinámica que teníamos. De un ritual de abrazos y pasillos, por una dialéctica de antagónica cercanía, cual pelota que rebota al inmediato contacto con la pared.
Te detesto y no te soporto... Pero no porque te odie, sino porque te quiero y no te puedo.
Me provocas tanto insomnio como resaca... Pero no porque te odie, sino porque te quiero y no te puedo.
Cómo me gustaría borrar tu reír de las paredes de mis oídos, de mis párpados tu sonrisa y el tatuaje que tengo de tu nombre del borde de mis labios... Pero no porque te odie, sino porque te quiero y no te puedo.
Te pido disculpas, soy tan indiscreto como tú distante. Aunque, para serte honesto, me considero incapaz de cumplir tus expectativas, propenso a decepcionarte. Sé que es la dinámica que elegiste, la que me toca respetar sin comprender, sin entenderte. Pero he de confesar que vivo entre la incertidumbre del ¿qué te hice yo? y el ¿qué te pasó?